10/11/17

Cuento: Día de Muertos


Las campanadas de medianoche y la voz de mi madre me despertaron. Con la algarabía me sorprendió que no me hubiera levantado antes. A través de la puerta entreabierta de mi habitación, vi a jóvenes moviéndose de un lado a otro mientras mi tía Anita se aseguraba de que ninguno de los floreros sufriera daños durante la mudanza.

Levanté la cabeza en dirección a mi madre y vi que sonreía. Con delicadeza me ayudó a sentarme en la cama y me pidió que me vistiera con las prendas que había preparado para mí. Siempre con una sonrisa en el rostro, me señaló una serie de cajas vacías y me indicó que me asegurara de guardar todos mis juguetes en ellas.

Sin hacer ninguna pregunta, hice lo que me pidió. Confiaba completamente en ella. Mi madre era una mujer optimista, de esa clase de personas que son capaces de transformar momentos desagradables en experiencias fascinantes. A pesar de detestar las mudanzas, no dudé en guardar mis juguetes pues su optimismo era suficiente para convencerme de que se trataba de una gran aventura.

Mi madre me dejó con aquella labor y se perdió en la casa mientras regañaba al tío Leo por gritarles a los chicos de la mudanza. “Vas a levantar a los vecinos y no queremos que nadie se entere de que nos vamos para Ciudad de México…” fue lo último que escuché antes de que su voz se perdiera en el caos de los pasillos.

Terminé rápidamente mi quehacer y salí sigilosamente de la habitación. La casa era grande, pero con tantos hombres en movimiento y cajas por doquier jamás la había visto tan pequeña.

Mi madre siempre había bromeado con la idea de mudarse ya que no aguantaba vivir en un espacio que no podíamos llenar los dos; sin embargo, nunca creí que nos iríamos, en especial de manera tan repentina. Mientras veía todo el barullo a mí alrededor logré comprender lo que había intentado decir con sus chistes: una casa en silencio es una casa sin vida.

Me dolía un poco la idea de irme pues siempre creí que papá volvería, pero el optimismo de mi madre era la mejor medicina para cualquier fantasía. No obstante, eso no aclaraba porque los abuelos, sentados en una esquina, lloraban en silencio, o porque el tío Leo, a pesar de sus gritos, caminaba con los hombros agachados, o porque tía Anita, un poco histérica,  se aferraba tanto a unos floreros a los que nunca había prestado atención.

Las respuestas me evadían de la misma forma en que los trabajadores me esquivaban para llenar con nuestras cosas el camión que esperaba en la noche oscura.

Y aquel era el misterio más grande de todos: ¿por qué mudarnos de noche? ¿Qué esperaba mi madre embarcándose en una labor tan nefasta a una hora tan poco práctica? Mientras la veía tranquilizar a los abuelos, discutir con el tío Leo y asegurarle a la tía Anita que los floreros estarían bien, aún con esa sonrisa propia de ella, decidí creer en su sabiduría y aceptar que había una razón detrás de aquella decisión.

Después de todo, esa sonrisa me había acompañado en los mejores y peores momentos de mi vida, como aquel acontecimiento confuso que había ocurrido en Día de Muertos tan solo un par de días atrás: una volqueta repleta de hombres armados había marchado por la cuadra de la casa. Los individuos en el camión no habían parado de disparar al aire y de gritar: “¡Si no se marchan, los matamos hijos de puta!”

Agazapado en los brazos de mi madre, había empezado a llorar. No obstante, y sin dejar de sonreír y arrullarme mientras observaba la ventana, ella no paró de repetir: “No te preocupes, mi vida. Todo está bien, todo está bien; es tan solo una gran aventura”. 

Fin

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